Publicado en EL ESPECTADOR el 7 de septiembre de 2018
Sin los controles éticos adecuados, el sistema de gasto público que pasa por el congreso es una selección natural de las redes de corrupción pública y privada más competitivas, que se auto-reproducen y llevan finalmente al derroche del gasto y la pérdida de legitimidad del gobierno. Los políticos están satisfechos con su desempeño a favor de sus bolsillos y sus regiones, mientras los problemas sociales se agigantan sin solución.
Para hacer lo mismo en un ministerio se debe tener mayor habilidad, pues es necesario destruir previamente la institucionalidad, desmontar los programas que funcionaban bien, pero que comprometían el presupuesto a largo plazo, y remover a quienes tenían capacidad técnica para decidir los mejores proyectos y ejecutarlos, con el fin de liberar recursos y recuperar la libertad de decidir el destino del gasto. Para lograrlo, nada mejor que sustituir a los funcionarios públicos bien calificados por un grupo de asesores de bolsillo traídos por el ministro, sin experiencia en el sector, para convertirse en los ordenadores y peajes del gasto.
Por desgracia, eso le ocurrió al Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural cuando Aurelio Iragorri asumió el cargo, que recibió como premio por haber embolatado los paros agrarios de 2013 y 2014 con promesas incumplidas de mermelada a las cumbres y dignidades agrarias. A ese ministro lo incomodaron las recomendaciones de las misiones de expertos, como la dirigida por José Antonio Ocampo, los compromisos del presidente con el campesinado y las exigencias de la población, y le fue indiferente el horizonte estratégico de su parcela de poder para el futuro del país.
El único compromiso de política pública realmente orgánico en el proceso de paz fue el de hacer una reforma rural integral, que se sumó al acuerdo de dar una solución de política agraria a los cultivadores ilícitos. Por tanto, caía sobre los hombros del ministro de Agricultura la mayor responsabilidad en la tarea de alistar el cumplimiento del acuerdo de paz. Aurelio Iragorri no hizo nada para preparar la reforma rural y para justificar su inacción alegó que el acuerdo final de paz no era vinculante hasta que estuviera firmado, a pesar de haber acordado el punto de la reforma rural integral desde mayo de 2013. Ni siquiera contempló una política para dotar de tierras a los desmovilizados de las Farc, de los cuales el 60% tenía vocación rural. Solamente se liquidó mal el Incoder y se crearon las tres agencias, Tierras, Desarrollo Rural y Renovación del Territorio, mal diseñadas y desfinanciadas. La única entidad que mantuvo su alto nivel técnico fue la Unidad de Restitución de Tierras, protegida directamente por el presidente Santos de la voracidad rentística y burocrática de Iragorri.
Las consecuencias de su paso por el ministerio de agricultura están a la vista del nuevo ministro Andrés Valencia, quien ha propuesto revertir el daño causado y concentrar el ministerio en la formulación de la política rural, mientras los institutos deberán ejecutarla con solvencia técnica y presencia territorial. Sin embargo, el nuevo gobierno debe también hacerse cargo del daño invisible de la corrupción en cascada, pues los entes territoriales, los operadores contratistas del gasto y hasta las organizaciones sociales de los territorios tuvieron que ajustarse al pago de coimas para recibir los recursos, con lo cual la corrupción amplió su alcance hasta las veredas.
Con esos antecedentes, la declaración del partido de la U, presidido por Aurelio Iragorri, como partido de gobierno, es un regalo envenenado para la campaña anticorrupción del presidente Duque.