UNA MIRADA MÚLTIPLE A LA TIERRA Y LA VIOLENCIA EN COLOMBIA

1. LA PROPIEDAD Y LA VIOLENCIA

Orígenes coloniales de la propiedad de la tierra

Durante quince mil años los pobladores originales de Colombia recorrieron sus territorios para la caza y recolección, y sólo tardíamente lo cultivaron para sostener asentamientos estables, con propiedad comunitaria de la tierra y fronteras contra tribus rivales o enemigas. Al momento del descubrimiento de América y las primeras incursiones de los conquistadores españoles, una guerra extendida rodeaba las fronteras de los pueblos Muiscas, asentados en los altiplanos andinos, por el avance territorial de los pueblos de la familia lingüística Arawak, que venían expandiendo territorios desde el amazonas brasileño hasta las islas del mar Caribe y la península de la Florida. Por eso los españoles encontraron aliados indígenas que aprovecharon a los invasores para neutralizar a sus enemigos.

La conquista española del territorio creó el primer sistema de derechos de propiedad a favor de los encomenderos y empresarios que financiaron expediciones militares para vencer las resistencias de los antepasados indígenas. La propiedad privada de la tierra se legitimó con el derecho de conquista, avalado por el Papa Alejandro VI, con su autoridad moral en la Europa cristiana de la Edad Media.

Cuál no sería la indignación del cacique Talaigua de Mompox ante el “requerimiento”, un bando escrito cuya lectura era obligatoria para los conquistadores antes de emprender batalla contra los indios, en el cual un remoto rey de España le exigía rendirse en nombre de Jesucristo y entregar sus tierras, cultivos y personas para ser convertidas a la verdadera fe y gobernadas por los españoles. Talaigua les contestó, mediante intérprete, que le dijeran a ese rey que viniera personalmente a quitárselas, para que viera cómo colgaba su cabeza en el árbol donde estaban exhibidas las de sus enemigos. Más de cien años tardaron los españoles para derrotar a los Chimilas que dominaban con sus piraguas desde el río Magdalena hasta las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta.

El derecho de conquista, el origen más universal y antiguo del dominio, fundó el régimen de propiedad de la tierra en lo que después sería Colombia. El rey de España, dueño de las tierras descubiertas por Colón, concedió mercedes de tierra, con indios incluidos, a quienes sirvieron como empresarios y funcionarios de la conquista, y sólo un siglo después surgió un mercado de tierras para establecer haciendas, que poco a poco fueron creando la capa propietaria. El tránsito de las encomiendas a las haciendas obedeció a la disminución catastrófica de la población indígena, que sucumbió a las enfermedades infecciosas contra las que no estaba inmunizada, a la guerra, la servidumbre y el hambre. Por la misma razón demográfica, la Corona española creó los resguardos, que protegieron las áreas de refugio de las poblaciones sobrevivientes pero a cambio del pago de tributos en especie, una forma territorial de esclavitud. Para escapar al tributo y al trabajo forzoso, muchos pobladores indígenas huyeron de los resguardos y colonizaron espacios fuera del alcance de los españoles.

Asegurado el dominio español sobre el territorio, la cruz y la espada, símbolos de la evangelización y el sometimiento, fueron las fuerzas que formaron la sociedad colombiana, dominada por los clanes familiares descendientes de los hacendados de la colonia, como minoría dominante, y la gran mayoría mestiza, indígena y negra, que logró evitar el trabajo servil de los patrones y resistió en áreas de refugio, como resguardos y palenques, o colonizó nuevos espacios hasta poblar las mejores tierras habitables del país, en un proceso de cuatro siglos que aún continúa hoy con la expansión de los cultivos de coca.

La independencia de España no cambió la esencia del régimen de propiedad y la naciente república legitimó los derechos que venían de la Colonia, con excepción de la expropiación de haciendas de las autoridades coloniales y de los españoles que lucharon contra las fuerzas patriotas. El problema de las reglas para generar derechos de propiedad tuvo varias respuestas.

El nuevo régimen republicano respetó inicialmente los resguardos indígenas, pero pronto creció la presión de los campesinos mestizos y los hacendados para que se liquidaran, con el argumento de que la disminución de la población indígena les dejaba ociosa una gran parte de la tierra. Estados soberanos como el Cauca, con gran población indígena, desmontaron paulatinamente la protección de los resguardos y convirtieron a los indígenas en tributarios de las haciendas, con la obligación de trabajar en ellas para pagar el permiso de cultivar sus alimentos.

Desde entonces, y durante toda la colonia española y una buena parte de la república, a mediados del siglo XX, el problema para los hacendados no era la tierra sino la sujeción de la mano de obra a las haciendas. La escases de trabajadores hizo lucrativa la importación de esclavos traídos a la fuerza desde África, quienes trajeron la experiencia en el manejo del ganado vacuno, que los indios no tenían, y por tanto trabajaron las haciendas ganaderas de los dueños de la tierra, y más tarde la minería del oro.

Los reyes Borbones, a fines del siglo XVIII, hicieron una gran reforma territorial en la Nueva Granada, pues fundaron poblaciones al reunir poblaciones dispersas, vendieron derechos de propiedad de la tierra, legalizaron la tenencia con las llamadas “composiciones”, con el pago de una suma a la Corona por el título, crearon las mallas urbanas al conectar pueblos con caminos y regularon el trabajo asalariado libre en las haciendas. Estas reformas fueron un intento por afianzar el control central sobre las élites territoriales de hacendados, pero su régimen llegó a su fin con la invasión de Napoleón a España, que debilitó a la Corona y facilitó la emancipación de las colonias americanas.

La independencia de España fue liderada por los dueños de haciendas en todas las regiones donde se proclamó el levantamiento contra la Corona. Por esa razón la república de la Nueva Granada validó los títulos de propiedad de los criollos, expropió a los españoles realistas y transfirió todas las tierras de la Corona a la nación, que en adelante se llamaron baldíos.

La ley del 13 de octubre de 1821 subrogó todos los derechos territoriales de la Corona española a favor de la nación y dispuso la transferencia de baldíos a título oneroso para financiar con ellos el tesoro público. También estableció que los baldíos no podían adquirirse por prescripción, norma que repitieron todas las leyes posteriores hasta la actualidad.
La ley de baldíos dejó fuera del mercado las tierras de la nación, para ser adjudicadas a los colonos que las fueran ocupando y sólo posteriormente podían entrar al mercado de tierras como propiedad privada. La realidad histórica fue diferente a lo previsto.

2. LA GESTIÓN SOCIAL DEL TERRITORIO COLOMBIANO

Hay un patrón inadecuado de ocupación y uso de la tierra

Colombia ha configurado un patrón inadecuado de ocupación, distribución y uso del territorio, con costos ambientales, sociales y económicos crecientes. Los rasgos principales de ese patrón son el acaparamiento de los mejores valles planos para ganadería extensiva, que ocupa el doble del área con vocación para ese uso; el aprovechamiento insuficiente del potencial agrícola, cuya área podría triplicar la usada actualmente en agricultura; y el peor rasgo, el desplazamiento del campesinado a tierras pendientes de laderas de montañas y bosques tropicales cálidos de colonización de frontera, cuyos costos ambientales superan con mucho los escasos beneficios de subsistencia que se obtienen cuando se produce en suelos frágiles y pobres.

Ese resultado histórico constituye hoy el principal obstáculo estructural para el desarrollo económico, la democracia y la consolidación del Estado en Colombia. El acaparamiento improductivo de las mejores tierras ha sido la fuente de rentas de las familias dominantes de las regiones fértiles, sin devolver en impuestos el costo de oportunidad que paga el resto de la sociedad, que les ha permitido subsistir en posiciones de privilegio sin invertir sus capitales en la producción empresarial, que exige grandes esfuerzos de gestión y asunción de riesgos. La gran propiedad ineficiente frena el desarrollo productivo, reduce el ingreso per cápita, no genera empleo formal suficiente y desplaza al campesinado de los suelos productivos. El atraso rural ha sido el resultado del fracaso de las elites propietarias para agenciar el desarrollo y superar el carácter rentista inherente al cuasi monopolio de la tierra.

El campesinado en el lugar equivocado

Que el campesinado ocupe tierras pendientes erosionables de las cordilleras andinas tiene consecuencias ambientales negativas que afectan los valles fértiles, especialmente la afectación de la recarga de acuíferos, la disminución de los caudales de ríos y quebradas, la erosión de los suelos y la colmatación de los cauces del sistema hídrico en los valles, que genera inundaciones en invierno. Las consecuencias sociales son el empobrecimiento de los campesinos y el atraso económico de las regiones afectadas. Que la población ocupe regiones de colonización en las selvas amazónica y pacífica conlleva la expansión de cultivos ilícitos y la financiación de grupos armados, además de la destrucción de ecosistemas sin vocación agraria ni ganadera, salvo en los valles aluviales como el Guaviare.
Ordenar la distribución de la población campesina en el territorio

El país requiere aprovechar el conocimiento geográfico y agrológico acumulado sobre el territorio y ponerlo al servicio de la población campesina y de los productores eficientes, para proteger la sostenibilidad de los recursos y ordenar mejor la distribución de la población campesina en el territorio más productivo, para así lograr que la reparación de las víctimas del despojo de la tierra sea realmente transformadora de las condiciones actuales de pobreza campesina, que se originan en la pobreza de los suelos y ecosistemas que ocupan.

Tres razones justifican crear un fondo de tierras planas y fértiles para aportar nuevos territorios para los campesinos, indígenas y afrocolombianos: la primera es una razón de justicia distributiva, pues la pobreza rural es proporcional a la pobreza de los suelos y la ausencia de servicios e infraestructura, de manera que la estrategia más eficaz contra la pobreza y a favor del crecimiento económico es localizar a los campesinos en territorios más productivos y más cercanos a la infraestructura y los servicios del estado. Una reparación transformadora de los campesinos despojados de su tierra debe hacerse dentro de un marco de justicia distributiva, que aporte nuevas tierras a todos aquellos que quieran vivir en el campo, pero no puedan regresar a los lugares de expulsión por falta de condiciones productivas y de seguridad.

La segunda razón para ordenar mejor la población rural en el territorio es la tendencia creciente al desplazamiento por razones ambientales, pues los campesinos más pobres se refugian en los cauces inundables de quebradas y ríos, en áreas de deslizamientos y avalanchas y en pendientes erosionables e improductivas, donde son menores el precio y el costo de oportunidad de la tierra. Esta última situación afecta todo el sistema de carreteras de montaña, vulnerables a derrumbes en invierno provocados por la tala de coberturas boscosas que causan deslizamientos del suelo. El país ahorraría mucho en el mantenimiento vial en invierno si estabiliza los taludes encima del sistema vial, con la reforestación y el traslado de los campesinos que los erosionan hacia tierras bajas productivas. Los impactos crecientes del cambio climático requieren políticas de adaptación, que se traduzcan en reducir la población en áreas de riesgo climático y aumentarla en las áreas más productivas y menos vulnerables.

La tercera es la conveniencia de cerrar la expansión colonizadora de las selvas y estabilizar los frentes de ocupación campesina sobre tierras aptas, drenando las avanzadas con el retorno de cultivadores ilícitos campesinos a tierras dentro del mercado. El aporte colombiano a la mitigación del cambio climático global es la preservación de sus 55 millones de hectáreas de bosques tropicales y andinos, amenazados por la movilidad de los cultivos de coca y amapola como precursores de la ganadería extensiva. Consolidar el poblamiento y la presencia del Estado en los suelos aptos de los frentes colonizadores de piedemontes con el reconocimiento de derechos de propiedad de quienes los trabajan es la mejor estrategia para recobrar la lealtad de la población con el Estado, para reducir su dependencia de las economías ilegales y las bandas armadas que las regulan.

Hacia una nueva economía geográfica

Los grandes retos y oportunidades planteados por el cambio climático y la crisis alimenticia mundial exigen una nueva visión del desarrollo, que asuma como punto de partida la aptitud y las funciones ambientales del territorio para regular los usos productivos y el aprovechamiento, conservación o restauración de los ecosistemas. En otras palabras, la geografía determina la economía y no al contrario.

Una de las nuevas prioridades es el cuidado del ciclo del agua, que empieza por la conservación o recuperación de las coberturas boscosas andinas que protegen la recarga de los acuíferos. Eso exige pensar en una política seria de reubicación de campesinos que ocupan los páramos y las tierras con pendientes pronunciadas hacia áreas de los valles fluviales planos con aptitud agrícola.

Una posibilidad de solución a este conflicto de uso de la tierra es concertar pactos entre los grandes propietarios de las tierras planas y los campesinos habitantes de las partes altas de las cuencas hídricas para hacer un canje de tierras por agua, para ceder un porcentaje de la tierra plana para reasentar campesinos a cambio de que éstos abandonen y reforesten los desmontes realizados en las montañas de las que proviene el agua.

Una política inaplazable es la regulación de los usos del suelo, con el doble propósito del mejor aprovechamiento productivo según su aptitud y de la protección de los recursos ambientales. Hoy el país subutiliza una tercera parte del territorio, sobreutiliza y erosiona otra tercera parte y sólo usa de manera adecuada una tercera parte, especialmente porque tiene ganadería extensiva en las llanuras del piedemonte oriental. El mayor conflicto de usos del suelo corresponde a los siete departamentos de la Costa Atlántica, donde predomina la ganadería extensiva a expensas de la agricultura, seguida por la región andina, donde el minifundio agota los suelos pendientes.

De importancia global es cerrar la expansión de la frontera agropecuaria sobre los bosques amazónico, pacífico y de piedemontes andinos, cuya única justificación económica es la propagación de los cultivos ilícitos seguida por la ganadería extensiva de muy baja productividad y grave agotamiento de los suelos. La verdadera expansión agrícola debe orientarse a convertir áreas de ganadería extensiva en agricultura intensiva dentro de la frontera agropecuaria. Estos cambios fundamentales pueden resumirse en la idea de expedir un estatuto de derechos de la tierra, para que las actividades humanas no violen las leyes de la naturaleza, pues su venganza será terrible.

3. LA VIOLENCIA EN LOS TERRITORIOS

La violencia en la apropiación histórica de la tierra

Colombia ha sido incapaz de asegurar derechos transparentes de propiedad sobre la tierra, y en consecuencia, las fuerzas generadoras de la propiedad han sido la corrupción y la violencia, más que el trabajo campesino. Aunque los baldíos estaban destinados a los campesinos que los ocupen y trabajen, la práctica real para crear derechos de propiedad ha sido la de comprar derechos de ocupación de los colonos, conocidos como mejoras, para luego formalizar el título ante los jueces y notarios u obtener la adjudicación sin cumplir los requisitos legales para obtenerla.

Así, el destino de los campesinos ha sido la colonización permanente hacia la periferia sin servicios, infraestructura ni presencia real de las instituciones del estado, dejando detrás de la frontera el nuevo latifundio que expande la ganadería extensiva a costa de la agricultura campesina. La tierra en Colombia está secuestrada por los grandes propietarios y el costo de rescate que cobran para liberarla para la producción es el sobreprecio que cobran por ella. La preferencia de las elites por la tierra para valorizar el capital con las rentas pagadas por el resto de la sociedad mantiene el atraso del país y genera la pobreza urbana y rural porque las élites no invierten en producción ni generan empleo para la población.
Este sistema de privilegios no puede existir sin que los poderes locales estén subordinados a los grandes dueños de la tierra y sin que las fuerzas de seguridad, públicas y privadas, ejerzan la violencia contra los campesinos que se opongan e intenten reclamar sus derechos a la tierra. Los líderes sociales del campesinado han sido neutralizados mediante el terror, el asesinato y la cárcel.

Las guerrillas, primero, y los paramilitares, después, intervinieron con violencia en el mundo rural, para extorsionar aquéllas a los grandes propietarios y éstos para protegerlos, causando el desplazamiento y el despojo de millones de familias campesinas. Los señores de la guerra se transformaron en los señores de la tierra, y la guerra por el control de los mercados ilegales se convirtió en la guerra por el dominio de los territorios.
Superar la guerra interna es hacer la paz con el campesinado, ordenar el territorio y asegurar derechos transparentes sobre la tierra, restituir las parcelas despojadas y recuperar los baldíos ilegalmente apropiados para distribuir a familias campesinas sin tierra o con muy poca.

Dominios armados en el territorio

El dominio armado de mayor duración en los territorios en conflicto ha sido el de las guerrillas, inspiradas en la promoción de una revolución social para la toma violenta del poder, seguido por el de grupos paramilitares, cuya justificación apeló a la necesidad de defenderse contra las guerrillas. La sola existencia de dominios armados sobre la población prueba que el Estado colombiano no ejerce soberanía sobre todo su territorio y por tanto hay una guerra interna entre soberanías en conflicto, como lo calificó la gran historiadora antioqueña María Teresa Uribe.

Cuando un grupo armado domina el territorio, la población queda confinada a vivir bajo las reglas impuestas por los mandos de turno, muchas veces autoritarios y violentos, o a salir del territorio. Sus derechos fundamentales, como la libertad, la vida y la propiedad, quedan sometidos a la voluntad de los comandantes locales, que interpretan a su modo las directrices de su respectiva organización.

Los primeros dominios armados de las guerrillas se establecieron en regiones periféricas de colonización desde mediados de los años sesentas del siglo pasado, y sólo en los ochentas iniciaron una fuerte expansión hacia regiones consolidadas de ganadería extensiva o agroindustria, como la Costa Caribe, Urabá y el Magdalena Medio. Los grupos paramilitares comenzaron a establecerse en tres territorios desde comienzos de los años ochenta, el nordeste antioqueño, el sur del Magdalena Medio y el Ariari, y a finales de los noventa se expandieron por todas las regiones con presencia guerrillera, incluyendo los Llanos Orientales, la Amazonía y el suroccidente.

El conflicto entre guerrillas y paramilitares convirtió en un infierno la vida en comunidad, pues dividió artificialmente a la población entre sospechosos de colaborar con uno u otro bando de la confrontación armada y los hizo tratarse como enemigos. Una declaración de Fidel Castaño Gil a investigadores sociales en 1991 aclara la diferencia entre guerrillas y paramilitares en relación con la población: “La diferencia con las guerrillas es que ellos entran a las zonas por primera vez, donde no hay violencia, y pueden confraternizar con la gente y se la ganan sin tener que sacrificar a nadie. Solo después comienzan a exigir cada vez más contribuciones y vienen las amenazas y los secuestros. Cuando se organiza una guerra con autodefensas la cosa es distinta. Las autodefensas entran a zonas que están azotadas por la violencia y entonces no pueden distinguir entre guerrilleros y campesinos. Hacen limpieza general y sólo después entran a hablar con la gente. Pero no podemos seguir así, porque el costo en vidas del pueblo sería muy alto.” (Alejandro Reyes Posada, Guerreros y Campesinos, El despojo de la tierra en Colombia, Norma, Bogotá, 2009, p. 93)

El costo fue excesivamente alto para el pueblo, pues en los siguientes quince años los paramilitares acudieron a las masacres para desplazar a la población y las guerrillas extorsionaron, secuestraron y asesinaron para imponer dominios o minar el poder territorial de los paramilitares.
Las masacres como detonantes del éxodo rural

La muerte colectiva aterroriza a la sociedad y provoca reacciones de fuga en busca de seguridad. La masacre ha sido la carta de presentación de cada nuevo poder armado que pretende imponer el acatamiento forzado de la población. Quienes se sienten amenazados, por compartir las características de las víctimas, huyen para salvarse, y quienes resisten la amenaza aceptan el dominio de los nuevos amos, administradores de la pedagogía de la muerte.

Las masacres no han ocurrido por azar, sino que obedecen a las estrategias de control del territorio y la población por los grupos armados. Aunque las guerrillas también las han realizado, los grupos paramilitares establecieron con ellas sus dominios territoriales al castigar comunidades estigmatizadas como colaboradores de las guerrillas, en procesos de reconquista de áreas bajo influencia guerrillera. La violencia busca afirmar el poder que no se tiene y la amenaza de violencia administra el poder existente. Es un poder precario fundado en el miedo y no en el consenso, como el verdadero poder. La sevicia, el desmembramiento y la exhibición de los cuerpos han tenido como propósito aumentar el terror de la población, cuya memoria de los hechos pesa como amenaza de muerte condicionada para los sobrevivientes.

Las masacres revelan que el Estado no controla el territorio y no puede impedir que organizaciones de violencia siembren el terror en la población. El lado más oscuro de la historia de las masacres es la colaboración de fuerzas estatales con paramilitares en su realización, como han documentado las organizaciones de derechos humanos y recogió el informe BASTA YA del Centro de Memoria Histórica a cargo de Gonzalo Sánchez. En el informe se resume la participación porcentual de los autores de masacres, que dejaron 11.751 víctimas entre 1980 y 2012, con un promedio de seis víctimas por masacre:
“La distribución ya mencionada de la participación de los actores armados en las 1.982 masacres cometidas entre 1980 y 2012 (58,9%, grupos paramilitares; 17,3%, guerrillas; 7,9%, Fuerza Pública; 14,8%, grupos armados no identificados; 0,6%, paramilitares y Fuerza Pública en acciones conjuntas; y 0,4%, otros grupos) revela que de cada diez masacres seis fueron perpetradas por los grupos paramilitares, dos por las guerrillas y una por miembros de la Fuerza Pública.” (p.47)

Las masacres se redujeron drásticamente desde cuando terminó la confrontación entre guerrillas y paramilitares y casi desaparecieron con la desmovilización de los últimos. Algunas que han ocurrido obedecen al control territorial de bandas criminales que usan áreas de tránsito, laboratorios o minería ilegal.

El despojo de la tierra

“Me vende la finca o se la compro a su viuda” fue la fórmula usada en muchas partes por los victimarios de los campesinos para forzar el traspaso de propiedad de la tierra a bajo precio. Bien fuera porque las autoridades locales eran cómplices de los grupos paramilitares o porque estaban subordinadas a las guerrillas, en uno y otro caso no cumplieron su deber de proteger los derechos de posesión y propiedad contra el despojo. En los peores casos, ni siquiera mediaba un simulacro de negociación de la venta, sino que la tierra abandonada por sus ocupantes era usurpada por los señores de la guerra y entregada como botín a sus lugartenientes y testaferros.

Muchas tierras despojadas no tenían títulos de propiedad y sus poseedores no tenían cómo demostrar sus derechos, aparte del testimonio de los vecinos, que reconocen las formas de tenencia tradicionales respetadas por la comunidad. Muchos desplazados de otras zonas también ocuparon parcelas abandonadas por otros para reconstruir sus fuentes de sustento como repobladores del territorio. También muchos desplazados retornaron a sus tierras cuando bajó la intensidad del conflicto armado y se desmovilizaron los grandes bloques paramilitares o se replegaron las guerrillas por acción militar del Estado.

El despojo se la tierra causó una catástrofe humanitaria que el Estado buscó atender con políticas asistenciales durante más de una década. Con ayuda de la cooperación internacional se creó el proyecto de protección de tierras de Acción Social, que registró los despojos y las amenazas de despojo y congeló las transferencias de propiedad en las zonas afectadas por el conflicto. En 2011 el Congreso aprobó la ley de víctimas y restitución de tierras y el Estado se hizo cargo de documentar los despojos y restituir los derechos despojados por orden de los jueces. La Unidad de Restitución abrió oficinas en las principales regiones de despojo y ha recibido cerca de 80.000 reclamaciones.
Los desplazados sin tierra en los tugurios urbanos

La tierra no es sólo un activo de producción, también es hogar, relaciones de comunidad, identidad local, patrimonio familiar, paisaje familiar. El desplazamiento desarraiga a la familia del conjunto de apoyos sociales y reciprocidades que facilitan la vida, y expone a sus miembros a la miseria y el hambre. La familia desplazada tiene que competir con los pobres urbanos por techo y trabajo, por cupos escolares para los hijos y asistencia social. La competencia por empleos con los pobres urbanos redujo los salarios reales de la informalidad en 16% para ellos, por la mayor oferta de mano de obra barata, según estudio de Ana María Ibáñez de la Universidad de los Andes.

La experiencia ha mostrado, además, que el desplazamiento no deja atrás la amenaza y el peligro, pues los desplazados cargan el estigma que les achacaron como motivo del desplazamiento, que los persigue en su nueva ubicación. Deben dejar atrás los conocimientos y habilidades que les permitían vivir y adaptarlos a cualquier oportunidad de ingresos que esté a la mano, de muy fácil acceso. Un refugiado en Carmen de Bolívar dijo en una reunión: “Los campesinos estamos viviendo de cuatro cosas: venta de tinto, de minutos de celular, de chance y de mototaxismo. Ninguna nos da para sostener la familia.”

En las ciudades donde se acumulan los desplazados consideran que esa nueva población no les pertenece ni se sienten obligados a atenderla sino cuando el problema asume proporción de catástrofe humanitaria. Los alcaldes, por lo general, no destinan terrenos urbanizables para vivienda, de manera que se dan asentamientos espontáneos en lugares inadecuados o de alto riesgo ambiental, donde la tierra tiene menor precio, como caños de aguas negras y basureros, como sucede en Montería.
El gobierno ha creado un registro de desplazados y un dispositivo robusto de asistencia humanitaria que los vincula al sistema subsidiado de salud, educación, subsidio de vivienda y ayuda alimenticia temporal. La Corte Constitucional declaró el desplazamiento como un estado de cosas inconstitucional en 2004, mediante sentencia de tutela 025, y ordenó al gobierno garantizar los derechos de las víctimas. En 2011 el Congreso aprobó la ley 1448, conocida como ley de víctimas y restitución de tierras, que dispuso la reparación administrativa y la restitución de tierras despojadas.

Todas esas medidas son paliativos transitorios, pero el trauma colectivo e individual del desplazamiento pesará por varias décadas en la vida colombiana. Lo más probable es que solo una minoría de los desplazados retornará a sus tierras y la mayoría buscará asentarse en las ciudades, para que la nueva generación tenga oportunidades de desarrollo. Es más inteligente que los dirigentes urbanos asuman la responsabilidad de atender las necesidades de vivienda, servicios, educación y empleo de los desplazados del campo dentro de las políticas públicas.
La pobreza rural creada por la guerra

La riqueza y la pobreza son productos sociales, creados por el trabajo de la sociedad sobre sus recursos naturales, y se reparten según la distribución de recompensas regulada por las instituciones que conforman el modelo económico. En una sociedad ordenada, la propiedad de la tierra se remunera con la renta, el trabajo con el salario, y el capital, que es trabajo acumulado para producir más riqueza, con el interés. Cuando hay paz el Estado garantiza el acceso y los derechos de propiedad de la tierra, los derechos del trabajador y el pago de las obligaciones al capital, pero en guerra la propiedad se despoja por la fuerza, el trabajo se convierte en esclavitud y el capital se acumula en violencia que impone sus fines predatorios sobre la sociedad.

Los negocios que usan la violencia para prosperar llevan ventaja en tiempos de guerra. Como no dependen de las reglas legales de juego, usan como sustitutos la corrupción y la violencia como las nuevas reglas de la economía. A mayor acumulación de fuerza, mayor riqueza para sus dueños y mayor pobreza para la mayoría de la población. Es el capitalismo salvaje, que destruye el entorno para los negocios legales, pero que genera la ilusión de ascenso rápido y que efectivamente hace ingresar a la circulación monetaria y al consumo a sectores populares que no encuentran empleo ni oportunidades, siempre y cuando estén dispuestos a ingresar a actividades en las cuales las deudas se pagan con sangre y el poder se convierte en tiranía personal de los jefes.

El éxito de las empresas de violencia convierte en desierto económico el territorio. La tierra pierde valor, aumenta la emigración de los jóvenes, crecen los costos económicos de producción, disminuye al mínimo la inversión y se detiene el crecimiento. Sólo las economías ilegales sobreviven en ese entorno, drenando al mismo tiempo la confianza y solidaridad en las relaciones comunitarias y vecinales.

La pobreza rural es un tercio superior a la urbana y se concentra en toda la periferia afectada por las guerrillas, los paramilitares, las mafias del narcotráfico y las actividades predatorias como la minería ilegal y los contrabandos. La terminación negociada de la guerra con las guerrillas permitirá al Estado concentrarse en la recuperación de las condiciones para la economía legal y los negocios, con el ordenamiento de la propiedad, la inversión productiva, el desarrollo territorial y el cierre de las brechas de bienestar con el mundo rural, mientras asfixia progresivamente las economías ilegales basadas en la fuerza y canaliza sus energías hacia la inversión productiva.

La reparación de la identidad de las víctimas

La reparación simbólica de las víctimas no es levantar un monumento a su memoria. No se logra sólo con el conocimiento de la verdad ni con el perdón al victimario, que son pasos indispensables en la curación de la vida. La herida es más profunda, pues todas las víctimas lo fueron dentro de circunstancias de su entorno inmediato, que les daban una identidad socialmente construida, que las hizo vulnerables a los ataques de las organizaciones de violencia, incluyendo la estatal, porque no fueron consideradas como merecedoras de la vida. Es una herida profunda en la identidad, porque la sociedad y los grupos de poder no están dispuestos a reconocer y respetar a amplias categorías de personas. Las víctimas fueron los excluidos, las mujeres, los adolescentes, los negros, los indígenas y los campesinos que ocupaban territorios codiciados para grandes proyectos hidroeléctricos, mineros, agroindustriales, de narcotráfico, y apropiados como dominios de los señores de la guerra.

Fueron los líderes sociales anónimos que defendían derechos humanos contra la barbarie. Los periodistas que narraron el horror cotidiano de las regiones. Los jóvenes marginales desempleados que fueron reclutados para que sus cuerpos representaran los de guerrilleros o paramilitares muertos en combate para ganar recompensas. O los casos de tantas identidades construidas para justificar la exclusión y el exterminio: drogadictos, homosexuales, desechables, indigentes, revoltosos. La negación de identidad y la deshumanización son los daños profundos cuya reparación es la tarea de la sociedad.

Reparar a las víctimas es reconstruir las identidades sociales sin descalificarlas como inferiores o desechables para la sociedad. Es reconocer y respetar el conjunto de derechos humanos, culturales, económicos, políticos y sociales de los grupos de población que han sido víctimas del conflicto armado. Es volverlos ciudadanos con derechos constitucionales reconocidos y respetados por todos.

4. LA REFORMA RURAL PARA LA PAZ

El gobierno se comprometió en La Habana a realizar una reforma rural integral para cerrar a mediano plazo la brecha de derechos y bienestar entre las poblaciones rural y urbana. El campo tiene un atraso sistemático en todos los indicadores sociales, una gran precariedad e ilegalidad en el régimen de propiedad de la tierra, con una de las distribuciones más inequitativas del mundo, ausencia de seguridad y justicia y atraso en la infraestructura de transporte y redes de servicios.

En las políticas hacia el mundo rural se adopta el enfoque territorial, que arranca de las iniciativas y prioridades de las comunidades locales, que se conciertan con sus vecinas en territorios de gestión compartida para aprovechar la competitividad de cada uno según su localización, mercados, recursos y capacidades de la población local. El Estado central y los departamentos estructuran planes nacionales y cofinancian los programas con las autoridades municipales. La reforma rural requiere fortalecer las capacidades de gestión de los territorios para que puedan articular la oferta sectorial de políticas públicas según las prioridades y necesidades del territorio.

Para hacer posible la reforma rural integral el Estado trabaja en la preparación de un catastro moderno multipropósito, que servirá de base para formalizar la propiedad privada, alinderar los territorios colectivos, identificar la ocupación de los baldíos, proteger las reservas ambientales y recuperar las tierras de uso comunitario indebidamente apropiadas, como los playones de ciénagas y ríos, las rondas de los cauces de agua y las servidumbres de paso.

La reforma requiere adecuar la institucionalidad central y regional para que asuma con eficiencia los objetivos centrales. Con facultades otorgadas en la ley del plan de desarrollo, se crea una Agencia Nacional de Tierras, que se encargará de formalizar la pequeña propiedad, adjudicar a sus ocupantes los baldíos, clarificar el dominio, recuperar las tierras ilegalmente despojadas a la nación y distribuir la tierra a campesinos que carecen de ella o tienen muy poca para sobrevivir. También se organizará un nuevo instituto de desarrollo rural, que se ocupará de coordinar las políticas sectoriales para el mundo rural y promover el desarrollo de los territorios rurales.

Una vez terminado el conflicto armado con las guerrillas desaparece la incriminación que se ha hecho a los movimientos sociales que demandan cambios estructurales, que los señala como inspirados por o colaboradores de las guerrillas, y por tanto habrá una apertura democrática para plantear y resolver conflictos entre campesinos y grandes empresarios por medios pacíficos y legales. Una reforma rural inteligentemente conducida promoverá espacios de participación, discusión de prioridades, toma de decisiones de inversión, ordenamiento social de la propiedad y cuidado de los bienes comunes como el ambiente, la infraestructura y los recursos públicos.

La construcción de la paz territorial

Colombia tiene unos cien territorios, definidos como conjuntos de municipios contiguos que comparten una ecología, una economía y una identidad cultural. Al menos la mitad de los territorios ha vivido durante muchos años el dominio de guerrillas, paramilitares y bandas criminales, que se reemplazan en períodos de hegemonía e imponen cargas pesadas a la población. El Estado no les garantiza derechos y los poderes locales son débiles frente a los armados, que imponen gobiernos de facto.

El desplazamiento ha drenado el campo disperso hacia los tugurios urbanos. La mayoría de las instituciones nacionales que operan políticas sectoriales no hace presencia en los territorios en conflicto armado o la hace en asocio con políticos locales, que capturan parte de los recursos. Las organizaciones sociales son débiles o inexistentes, con excepción de las asociaciones de víctimas que intermedian asistencia humanitaria a sus miembros.

La primera dimensión es la paz ambiental, que tramite los conflictos sociales causados por los daños ambientales de actividades que destruyen territorios campesinos, como la minería del oro, el carbón a cielo abierto, el envenenamiento de aguas, la sísmica petrolera y la deforestación. En un enfoque territorial, las comunidades deben asumir el protagonismo en la defensa del ambiente, que proporciona servicios sistémicos como la regulación hídrica, la estabilidad de laderas y la biodiversidad.

Otra dimensión esencial de la paz territorial es el ordenamiento social de la propiedad de la tierra, para dar acceso a los dos tercios de productores agrarios que carecen de ella. Debe distribuirse mejor la población rural en el territorio, pues las mejores tierras planas están subutilizadas, mientras laderas y montañas están sobreexplotadas.

El desarrollo de territorios es una estrategia mucho más eficaz para cerrar la brecha de bienestar entre la población rural y urbana que las políticas asistenciales o los subsidios a los pequeños agricultores. El territorio comprende su malla urbana y su poblamiento disperso, así como articula lo agrario, industrial, comercial y de servicios. La localización geográfica es un recurso estratégico para el desarrollo, por su conexión con mercados, clusters productivos, difusión tecnológica, dotación de recursos naturales y relación con las ciudades.

La paz territorial coincide con el enfoque territorial que se está abriendo paso como nuevo paradigma del desarrollo rural, como quedó expresado en el acuerdo agrario de La Habana y el informe de la Misión Rural que será presentado en breve. Es una profundización de la democracia y la descentralización, pues cobran protagonismo los acuerdos sociales en los territorios como el origen de las políticas, de abajo hacia arriba, con la cofinanciación del Estado central y la vigilancia de la comunidad.

Este nuevo enfoque plantea a las élites locales y regionales el reto de imaginar objetivos y estrategias para construir una visión de sus territorios que genere inclusión y productividad, con un fuerte componente distributivo de los activos naturales, para estimular el desarrollo equitativo y sostenible.

En este nuevo contexto jugarán sus cartas las guerrillas desmovilizadas y convertidas en movimientos políticos y sociales, para encabezar y estimular la estructuración de los conflictos sociales, para presentarlos ante el sistema político y presionar su resolución. Sin duda tienen muchos recursos organizativos y una militancia disciplinada y jerárquica, acostumbrada al análisis de los asuntos colectivos y la formación política de sus cuadros. Como dijo Estanislao Zuleta, una sociedad merece la paz cuando está dispuesta a afrontar y resolver sus conflictos.
La restitución de la tierra despojada

Aún en medio del conflicto armado, con la ley 1448 de 2011 el Estado tomó la decisión de restituir por vías legales excepcionales las tierras despojadas con violencia. El gobierno creó un registro de despojos, que documenta quiénes poseían los predios, los identifica catastralmente, acopia las pruebas del despojo y prepara las demandas de restitución en nombre de las víctimas, tareas que realiza la Unidad de Restitución, y los jueces y tribunales especializados en restitución fallan los procesos y ordenan restablecer los derechos vulnerados de tenencia, en un plazo de cuatro meses.

Es un sistema mixto, administrativo y judicial, que asegura los derechos de defensa de los opositores, pero que favorece a las víctimas con la presunción de ilegalidad de las transacciones si ocurrieron en el marco de la violencia, y que invierte la carga de la prueba para que no sean los despojados sino los actuales tenedores quienes demuestren que adquirieron de buena fe exenta de culpa, lo que les da derecho a una compensación pero no a quedarse con los predios. En otras palabras, la ley de restitución le niega a la violencia la capacidad de ser causa legítima de adquisición de la propiedad de la tierra.

La política de restitución no aspira al ideal de reconstruir el campo devastado por la guerra, sino a devolver el patrimonio inmueble que la violencia arrebató a sus dueños, para que retornen a trabajarlo quienes así lo deseen y lo arrienden o vendan, después de dos años, quienes prefieran quedarse en las ciudades. La política tiene equidad de género y 48% de las sentencias ampara los derechos de mujeres y el 52% de hombres.
Si el despojo fue un conflicto entre victimarios y víctimas, la restitución no es el conflicto inverso, entre voceros de víctimas y victimarios, sino un conflicto entre el Estado y los actuales tenedores de mala fe de las tierras robadas con violencia. Las víctimas ponen en marcha el proceso de restitución con sus reclamaciones, pero es el Estado el que acopia las pruebas y restablece el derecho mediante fallo judicial.

La Unidad de Restitución de Tierras tiene 23 oficinas en 17 departamentos y avanza progresivamente, según la intensidad de despojos y las condiciones de seguridad, en el estudio y registro de cerca de 45.000 de las 81.000 reclamaciones presentadas hasta mediados de 2015. La Unidad adoptó la meta de ir cerrando el ciclo de restituciones por municipios y departamentos para poner punto final a las incertidumbres que genera en los derechos de propiedad y la actividad económica.
Los compradores de buena fe no son despojadores

La Unidad de Restitución se ha enfrentado a tramitar muchas reclamaciones de personas que vendieron tierras a bajo precio por estar en contextos de violencia y ahora quieren recuperarlas porque se han valorizado desde entonces. Con la sola reclamación, y con la inversión de la carga de la prueba a favor de las víctimas de despojo, la situación legal de los opositores es precaria, pues deben demostrar que la compra fue de buena fe exenta de culpa y que no hubo violencia alguna que actuara en la decisión del vendedor. Muchas de esas compras ocurrieron entre parientes, amigos y vecinos, pues frente a la violencia muchos huyeron, liquidando sus activos en el lugar abandonado, pero también muchos resistieron en el lugar, para no perder su tierra y su comunidad. Esas compras no pueden llamarse despojos, pues fueron voluntarias y no forzadas, y el intento de recuperarlas sí puede considerarse un abuso del derecho en perjuicio de los actuales poseedores y, de tener éxito, un caso de enriquecimiento sin causa de las víctimas.

Es importante distinguir entre las empresas de violencia que aplicaron la amenaza y la coerción para despojar o transferir a bajo precio las tierras contra la voluntad de sus dueños, por una parte, y de otra las personas que resistieron el desplazamiento y despojo y muchas veces usaron sus ahorros en dinero para comprar el predio al vecino que decidió escapar de los riesgos de violencia y con eso ayudarle a financiar el éxodo. La violencia desvaloriza la tierra y deprime el mercado, sacrificando los activos de los campesinos, pero la pérdida no puede compensarse posteriormente con el despojo legal de quien adquirió de buena fe, sin presión ni violencia, la tierra que recuperó su valor de mercado por haberse superado la violencia. Se trata de un resultado injusto por partida doble. Injusto que la justicia despoje a quien de buena fe resistió la violencia en el territorio e injusto que le transfiera toda la valorización de su trabajo a quien vendió y no aportó nada de su esfuerzo, para enriquecerlo sin causa.

La Unidad de Restitución y los jueces y magistrados de restitución deben distinguir con sabiduría entre los verdaderos despojos, hechos por los actores o beneficiarios del conflicto armado, de la operación irregular de un mercado de tierras legítimo, afectado en sus precios por el empobrecimiento concomitante a la guerra y el crimen organizado. La restitución no puede revertir las transferencias de ese mercado deprimido sin causar al mismo tiempo un despojo, desplazamiento y empobrecimiento de una familia campesina que siguió trabajando la tierra, con iguales características a las del desplazado inicial.

El problema de las Unidades Agrícolas Familiares (UAF)

Cuando se expidió la primera ley de reforma agraria, la 135 de 1961, se definió una unidad de medida del área que deberían tener las parcelas entregadas a los campesinos, que varía de acuerdo con el potencial productivo de la tierra. Esa extensión, definida por el Incoder por zonas agroecológicas homogéneas, debía ser suficiente para generar dos salarios mínimos mensuales a la familia productora, además de permitir la formación de un patrimonio. El tamaño de la UAF refleja tanto un mínimo ideal distributivo como una restricción en la cantidad de tierra disponible para repartir. La productividad de la tierra es función, no sólo del predio mismo, sino de las condiciones totales del territorio, su infraestructura, capacidad gubernamental, organizaciones sociales, acerbo de conocimiento y tecnología, acceso a cadenas de valor, etc. Un área ideal establecida a priori es siempre arbitraria, y en la práctica, la gran mayoría de tierras colonizadas cuya adjudicación se solicita al Estado tiene extensiones muy inferiores a las establecidas para las UAF de sus municipios. Es el mercado y el uso el que define los tamaños de propiedad, no regulaciones normativas que no juegan un papel en las transacciones reales de tenencia.

La UAF es entonces una intervención arbitraria de áreas ideales de distribución equitativa de la tierra que no funciona en el mercado real de la tierra, bien por defecto, pues la mayoría de transacciones u ocupaciones son inferiores al área ideal de la UAF, o por exceso, pues los compradores acumulan la extensión de varias UAF, contra el ideal distributivo. En su origen, la UAF fue pensada para las parcelaciones de haciendas adquiridas o extinguidas por el Incora, pero la reforma de 1994, con la ley 160, extendió el criterio de la UAF a la adjudicación de baldíos, modulando el tamaño adjudicable según las condiciones de suelos y economía de los territorios. Este criterio llevó a crear situaciones abiertamente absurdas, pues la improductividad de la tierra en determinados ecosistemas no se supera con el cálculo de mayores extensiones, sino que el problema se agrava.

La ley 160 de 1994 estableció además la nulidad de las acumulaciones de predios superiores a una UAF posteriores a su adjudicación por el Estado (artículo 72) y, en consecuencia, congeló el mercado de tierras, con el desconocimiento de sus dos fuerzas reales, la oferta de parcelas que sus adjudicatarios no logran trabajar rentablemente y la demanda de mayores extensiones para lograr economías de escala en proyectos productivos. El ideal de una distribución equitativa ignora las fuerzas del mercado de tierras y las conduce hacia la informalidad, al transferir de facto pero no registrar las transferencias, o al forzar a los compradores a simular la existencia de distintos dueños para eludir la prohibición de acumular predios en cabeza de uno solo, como requieren las escalas grandes de producción.
Las Zonas de Reserva Campesina (ZRC)

Creadas por la ley 160 de 1994, las ZRC fueron concebidas para estabilizar las colonizaciones campesinas e impedir que los colonos vendieran sus mejoras a hacendados para convertirlas en ganadería extensiva. La limitación principal establecida para ellas fue la imposibilidad de que alguien tuviera más de dos Unidades Agrícolas Familiares –UAF-, de forma que quien quiera vender su tierra solo puede hacerlo a otro pequeño productor.

Los límites al mercado de tierras en las ZRC las desvaloriza patrimonialmente, aunque protege una estructura más o menos igualitaria en la distribución de la tenencia. Por esa razón, esa restricción comercial se debe compensar con inversiones estatales que restablezcan el valor patrimonial de la propiedad, con el aporte de bienes públicos como infraestructura, proyectos productivos y bienes sociales.

Actualmente hay 837.000 hectáreas en ZRC (Guaviare, más de 460.000, Arenal-Morales, El Pato-Balsillas, Cabrera, Cimitarra) y hay procesos iniciados en curso que suman otras 1´200.000 hectáreas (Guejar-Cafre, Macarena –Losada-Perdido, Sumapaz, Cesar –Pailitas, Chiguaná, Montes de María –Carmen de Bolívar, Zambrano-, Catatumbo. Además de esos procesos, Incoder reporta otras 59 iniciativas de creación de ZRC que suman siete millones de hectáreas.

En teoría, en las ZRC se debe ordenar socialmente la tenencia, reducir la concentración de la propiedad y dotar los bienes públicos para el desarrollo y el bienestar social. En ellas habrá una organización representativa de los pobladores, que lidera las propuestas y objetivos de las comunidades, para concertar con las agencias estatales. En la práctica, las ZRC existentes no han logrado resultados en cuanto a atraer la atención de las organizaciones estatales ni se observa una inversión estatal que se destine especialmente a ellas.

Su valor puede ser más de tipo político, pues es un molde territorial donde la organización comunitaria puede cobrar importancia en la orientación del desarrollo y la solución de conflictos de tenencia de la tierra, amenazada por las fuerzas del mercado y las presiones violentas. Eso explica que se haya creado una asociación de zonas de reserva campesina (ANZORC), que hayan realizado tres congresos nacionales, con página web propia, cuya misión es impulsar la creación de otras ZRC. También explica el interés de las Farc en la promoción de las ZRC, pues esperan contar con ellas como plataforma de influencia en regiones de colonización campesina.
Áreas de Desarrollo Empresarial (Zidres)

El Congreso aprobó la ley para crear las que llama Zonas de Interés de desarrollo económico y Social (Zidres), que concreta la idea contenida en la ley 160 de 1994 de destinar áreas baldías al desarrollo empresarial de cultivos a gran escala, en las cuales se podrá dar en concesión o en arriendo a largo plazo los baldíos para plantaciones que requieren grandes extensiones. La ley las limita a los territorios con muy baja densidad de población, lejos del mercado y con baja presencia estatal, cuyas restricciones naturales de fertilidad exijan grandes inversiones en adecuación de suelos e infraestructura productiva, fuera del alcance de los pequeños productores.

Estas condiciones se cumplen en la Altillanura del Meta y Vichada, donde puede haber entre cuatro y seis millones de hectáreas potencialmente aptas para agricultura y plantaciones forestales. Según la ley vigente, el Incoder puede adjudicar una Unidad Agrícola Familiar (UAF) de hasta 1.840 hectáreas en municipios como Cumaribo o La Primavera, en Vichada, para compensar en extensión la infertilidad de los suelos, lo que supone que lo adecuado es la explotación extensiva de la tierra, que es una idea claramente equivocada. Si cuesta seis millones de pesos anuales habilitar suelos orgánicos en una hectárea de altillanura, costaría $11.000 millones anuales hacer productiva una UAF. Estas cifras demuestran que la infertilidad de los suelos no se compensa con la extensión sino con una cuantiosa inversión de capital a mediano plazo, que resulta la forma más onerosa para distribuir la tierra.

En un enfoque territorial del desarrollo rural es acertado destinar territorios con gran superficie pero sin infraestructura ni suelos orgánicos, como la Altillanura, a grandes unidades productivas, intensivas en capital, siempre y cuando la inversión sea privada y no requiera de subsidios estatales, que estarían mejor destinados a los bienes públicos que requieren los campesinos pobres. Esta condición no se cumple en el proyecto ZIDRES aprobado por comisiones del Congreso, pues se contempla que si los empresarios asocian a pequeños cultivadores al proyecto, el gobierno subsidiará las tasas de interés para desarrollarlos. En una asociación asimétrica, sin poder de negociación de los campesinos, que esconde un subsidio a empresarios que debían asumir costos y riesgos, dado que obtienen acceso al uso de la tierra a largo plazo por parte del Estado.

Recuperación de baldíos ilegalmente apropiados para crear Fondo de tierras para distribución.
La tierra en Colombia está monopolizada en pocas manos. El 0.4% de los propietarios de fincas mayores de 500 hectáreas tiene el 40.1% de la tierra, según el Censo agropecuario de 2014, mientras el 69.9% de los predios tiene menos de 5 hectáreas y ocupa el 4.8% del área censada. Lo que es peor, una buena parte de la gran propiedad tiene su origen en juicios de pertenencia sobre baldíos que antes fueron ocupados por colonos y a quienes se compró las mejoras (que no son otra cosa que derechos personales de ocupación, no derechos reales que puedan transferirse) o se los expulsó con el pretexto de ser invasores de tierra privada. Siendo así, esa tierra no ha salido del patrimonio de la nación y los títulos obtenidos y registrados carecen de valor legal. La ley agraria contempla que el estado puede adelantar los procesos de clarificación del dominio, para distinguir baldíos de tierras privadas, y si encuentra que son baldíos, procesos de recuperación de baldíos ilegalmente apropiados, con el fin de conformar el fondo de tierras para distribución gratuita a campesinos.

Es necesario acopiar un gran fondo de tierras a disposición del Estado para hacer un ordenamiento equitativo y eficiente de la tenencia de la tierra, y ese fondo no puede ser otro que el proveniente de las propiedades territoriales despojadas al Estado, que legalmente no han salido del dominio de la Nación y aparecen ilegalmente tituladas a grandes propietarios o indebidamente ocupadas por sus acaparadores. Con esta política se corrige el origen de la excesiva concentración de la tenencia de la tierra en la fuente, y en un todo de acuerdo con el espíritu y la letra de la ley vigente, cuya inefectividad, por incapacidad del Estado, ha desencadenado el despojo de derechos territoriales al campesinado que expandió la frontera agraria, disfrazado de apropiación ilegal de baldíos.

Una aplicación masiva y generalizada de esta política de recuperación de baldíos ilegalmente privatizados sería prácticamente imposible para el estado colombiano. Entre otras razones, porque ese resultado final es en buena medida responsabilidad del mismo estado, que no identificó ni protegió los baldíos, que tardó demasiado en adjudicar los que estaban ocupados, de manera que ya se había creado un mercado informal de ocupaciones, y que permitió a los jueces adjudicar por prescripción los bienes que por definición legal eran imprescriptibles.
Como no puede hacerse un barrido general para recuperar todos los baldíos ilegalmente apropiados, la política debe focalizarse progresivamente en algunas situaciones especialmente conflictivas, que corresponden a tres tipos:

a) Conflictos abiertos entre comunidades ocupantes y propietarios, cuando haya indicios de ser un baldío apropiado con violación de la ley agraria. En muchos casos, también constituyen despojo por violencia.
b) Recuperación de playones nacionales, ciénagas desecadas, sabanas comunales y tierras baldías de conservación, para restablecer las funciones ambientales y los usos comunitarios protegidos por la ley.
c) Cuando haya baldíos indebidamente apropiados y al mismo tiempo gran escasez de tierras para la población campesina pobre en el mismo lugar, para desconcentrar la propiedad con una adecuada distribución de las tierras fiscales.

El estado tiene otras posibilidades complementarias para acopiar tierras. Está la ley de extinción del dominio por enriquecimiento ilícito y la alta propensión a lavar dólares en compra de tierra que mostraron los grupos mafiosos en cerca de 500 municipios del país. Existe también la acción constitucional de extinción del dominio por inexplotación durante tres años seguidos, derivada del principio de la función social de la propiedad. Como último recurso, está la expropiación por razones de utilidad pública con indemnización, como la que se usa para las obras de infraestructura. La menos deseable es la compra de tierras, pues los precios de la tierra están sobrevaluados por razones de captura de rentas.
Formalización de la propiedad por oferta estatal mediante barrido territorial.

La formalización de la propiedad rural es otra de las tareas incumplidas del estado colombiano, pues cerca del 60% de los predios rurales son informales, es decir, no tienen un título de propiedad inscrito en el Registro de Instrumentos públicos y privados, que cumple el rol de ser el modo que asume el derecho de propiedad para tener valor ante terceros y el mismo estado. Existe consenso entre los expertos en que la formalización debe ser un servicio del estado a los poseedores, no sólo un asunto de interés individual, y que es necesario reducir barreras y costos de acceso para superar la brecha de formalización.

Como destacó en su momento el experto peruano Hernando De Soto, los pobres del tercer mundo tienen trillones de dólares en activos informales, lo que les impide usarlos como garantía de crédito y como capital de inversión, y al formalizarlos, sus titulares podrían reclamar una parte mucho mayor del producto colectivo de la sociedad. La formalización restablece el valor patrimonial de los activos en tierra, permite acceder al crédito de inversión, crear asociaciones o empresas, asegurar el capital de los herederos, facilitar el mercado de tierras y el cumplimiento de las funciones sociales y ambientales de la propiedad rural. Con títulos de propiedad de la tierra, la inversión pública en infraestructura de transportes, bienes sociales y conectividad también valoriza el patrimonio de los pobres rurales y no sólo de los grandes propietarios, que capturan la renta generada por el trabajo de la sociedad.

Antes de poder realizar un programa de formalización masiva por oferta estatal es necesario actualizar un catastro multimodal exhaustivo, pues muchos predios informales están en áreas de reserva ambiental, como los de reserva forestal de la ley 2 de 1959, en cuyo caso debe sustraerse el área de la reserva antes de formalizar, otros son baldíos ocupados sin adjudicar, y otros son tierras privadas con posesiones no tituladas al poseedor. El catastro multipropósito incluye la vocación de uso y las limitaciones ambientales de cada predio, además de las condiciones jurídicas de la tenencia. También debe realizarse la demarcación y deslinde de los territorios colectivos negros y los resguardos indígenas y tierras ancestrales que deban ser formalizadas.

La metodología de barrido territorial significa que la formalización debe hacerse en todos los predios de cada municipio y territorio de manera exhaustiva, hasta dejarlo plenamente formalizado. A continuación sigue la conservación del sistema de titulación para que se mantenga vigente en forma continua cada vez que hay una nueva transacción. La nueva Agencia de Tierras, recién creada por el gobierno, tendrá a su cargo los programas de formalización iniciados en el Ministerio de Agricultura y desarrollo Rural desde 2011, que pasarán a esa nueva entidad adscrita al mismo ministerio.
Nuevo catastro multimodal

El catastro nacional está a cargo del Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC) y existen, además, los catastros descentralizados de Antioquia, Medellín, Bogotá y Cali, con normas técnicas del IGAC. Desde su origen, el catastro hizo énfasis en la identificación cartográfica de los predios y en su valoración económica para efectos del pago del impuesto predial, que pertenece a los municipios. Su actualización es también iniciativa de los municipios, que contratan al IGAC para que la realice, y este instituto, a su vez, contrata a los ingenieros catastrales y topógrafos para realizarla. Cerca del 55% del catastro rural está desactualizado, en cuanto no se ha revisado en los últimos cinco años, y muchos lo están desde hace veinte y más años. En regiones de más reciente ocupación hay municipios donde no se ha formado el catastro por primera vez.

Si las deficiencias del catastro se explican por las tecnologías manuales de medición en terrenos difíciles por la topografía, hoy se dispone de imágenes satelitales y técnicas como la fotografía aérea georeferenciada con imágenes tomadas por drones, que permiten reconstruir el catastro exhaustivo y preciso con todos los linderos y áreas. El nuevo catastro, a diferencia del actual, debe incluir los planos de todas las posesiones, así sean informales, y las ocupaciones de baldíos, de manera que pueda fundarse el programa masivo de formalización de la tenencia.

Un problema muy difícil se ha acumulado históricamente por la no correspondencia de linderos descritos en las escrituras llevadas al registro y los del catastro. Un ejemplo extremo fue el resultado que en 2014 encontró el Incoder en la isla de Tierra Bomba, frente a Cartagena, cuya extensión en catastro es de 1.860 hectáreas y tiene escrituras registradas cuya área sumada es de 6.800 hectáreas.

Un nuevo catastro permitirá identificar y alinderar todas las reservas ambientales, los territorios étnicos, los bienes de uso público y comunitario como humedales, las tierras privadas y los baldíos ocupados y disponibles. No sólo informa sobre la cartografía de los predios sino también de sus condiciones geográficas, restricciones de uso, vocación y aptitud productiva, tenencia, infraestructura, y valor catastral para efectos económicos y tributarios.
Las propuestas de ordenamiento y desarrollo territorial de la Misión Rural.

El informe final de la Misión para la transformación del campo, conocida como la Misión Rural, reafirma la primacía del ordenamiento ambiental sobre el productivo, lo que exige completar la creación de reservas ambientales, la recuperación de páramos, humedales y ciénagas, la sustracción de áreas de la reserva forestal que han sido ocupadas con actividades productivas o centros urbanos y la definición de las actividades de restauración y conservación de ecosistemas.
En cuanto al ordenamiento social de la propiedad, la misión señala tres prioridades: reducir la informalidad generalizada, la altísima concentración de la propiedad y la improductividad del minifundio. La seguridad jurídica se reconoce como el requisito inicial para crear un verdadero mercado de tierras transparente. La informalidad, según la Misión, requiere cambiar el enfoque hacia uno de oferta estatal, con intervenciones territoriales por barrido exhaustivo de predios. El proceso debe dejar capacidad instalada en los municipios para mantener actualizada la formalización.

La distribución de tierras deberá orientarse por planes territoriales con metas definidas para reducir la excesiva concentración y exige la creación de un fondo de tierras, al que deben ingresar los baldíos indebidamente apropiados que sean recuperados, las tierras ociosas inexplotadas, las de extinción del dominio y las que adquiera el estado para distribución. Sugiere adoptar planes de crédito para que los minifundistas compren extensiones que hagan parcelas viables.
En las zonas de reserva forestal definidas como áreas de amortiguación se sugiere que el gobierno firme contratos de uso intransferibles con agricultores familiares que hayan ocupado más de cinco años el predio baldío y que los vincule al programa de pago por servicios ambientales, con obligaciones de conservación y, cuando lo permita el ministerio de Ambiente, de producción sostenible.

La Misión reconoce la necesidad de crear las zonas de desarrollo empresarial allí donde haya baja densidad de población y difíciles condiciones agrológicas, pero que tienen potencial productivo con inversiones de escala grande. La tierra baldía debe ser entregada en concesión o arriendo, sin transferir la propiedad. Sugiere adoptar el derecho real de superficie para separar la propiedad del suelo de la propiedad de lo construido o plantado.

La misión recomienda al gobierno adjudicar o vender a precio moderado las extensiones de baldíos ocupados por pequeños y medianos productores durante más de diez años y que hayan cumplido la función social de la propiedad, así superen la extensión de la Unidad Agrícola Familiar. Con ello se resuelve el difícil problema de esa gran cantidad de fincas constituidas sobre baldíos con titulaciones precarias por no haber sido adjudicadas por el Estado, pero que son el patrimonio familiar de productores que han usado adecuadamente la tierra.

Para estabilizar el ordenamiento territorial, la Misión propone, como quedó acordado en el punto agrario de La Habana, el cierre de la expansión de la frontera agraria en el año 2030. También asume los programas de desarrollo rural con enfoque territorial (PRDIET) para coordinar la oferta de políticas sectoriales en los territorios y insta a los municipios a asociarse y desarrollar capacidades ejecutivas para implementar los programas.

Acerca de Alejandro Reyes Posada

Abogado y sociólogo. Investigador de asuntos agrarios y de tierras desde 1968. Asesor del ministro de agricultura Juan Camilo Restrepo y de la delegación del gobierno en la negociación del punto agrario de las conversaciones de paz con las Farc en La Habana entre octubre de 2012 y mayo de 2013. Actualmente soy consultor e investigador independiente.
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